Comentario
CAPÍTULO X
Cómo se empieza el descubrimiento y la entrada de los españoles la tierra adentro
Habiendo pasado estas cosas, que fueron en poco más de tres semanas, el gobernador mandó al capitán Baltasar de Gallegos que con sesenta lanzas y otros tantos infantes entre arcabuceros, ballesteros y rodeleros fuesen a descubrir la tierra adentro y llegase hasta el pueblo principal del cacique Urribarracuxi, que era la provincia más cercana a las dos de Mucozo e Hirrihigua. Los nombres de estas provincias no se ponen aquí porque no se supo si se llamaban del nombre de los caciques o los caciques del nombre de sus tierras, como adelante veremos que en muchas partes de este gran reino se llama de un mismo nombre el señor y su provincia y el pueblo principal de ella.
El capitán Baltasar de Gallegos eligió las mismas sesenta lanzas que habían ido con él cuando fue en busca de Juan Ortiz y otros sesenta infantes, y entre ellos al mismo Juan Ortiz para que por el camino les fuese guía y con los indios intérprete. Así fueron hasta el pueblo de Mucozo, el cual salió al camino a recibirlos, y, con mucha fiesta y regocijo de verlos en su tierra, los hospedó y regaló aquella noche. El día siguiente le pidió el capitán un indio que los guiase hasta el pueblo de Urribarracuxi. Mucozo se excusó diciendo que le suplicaba no le mandase hacer otra cosa contra su misma reputación y honra, que parecería mal que a gente extranjera diese guía contra su propio cuñado y hermano, los cuales se quejarían de él con mucha razón de que a su tierra y casa les hubiese enviado sus enemigos, que, ya que él era amigo y servidor de los españoles, quería serlo sin perjuicio ajeno ni de su honor. Y dijo más; que aunque Urribarracuxi no fuera su cuñado, como lo era, sino muy extraño, hiciera por él lo mismo, cuanto más siendo deudo tan cercado de afinidad y vecindad, y que asimismo le suplicaba muy encarecidamente no atribuyesen aquella resistencia a poco amor y menor voluntad de servir a los españoles, que cierto no lo hacía sino por no hacer cosa fea por la cual fuese notado de traidor a su patria, parientes, vecinos y comarcanos y que a los mismos castellanos parecería mal, si en aquel caso o en otro semejante él hiciese lo que le mandasen, aunque fuese en servicio de ellos, porque en fin era mal hecho. Por lo cual decía que antes elegiría la muerte que hacer cosa que no debiese a quien era.
Juan Ortiz, por orden del capitán Baltasar de Gallegos, respondió y dijo que no tenía necesidad de la guía para que les mostrase el camino, pues era notorio que el que habían traído hasta allí era camino real que pasaba adelante hasta el pueblo de su cuñado, mas que pedían el indio para mensajero que fuese delante a dar aviso al cacique Urribarracuxi para que no se escandalizase de la ida de los españoles, temiendo no llevasen ánimo de hacerle mal y daño; y para que su cuñado creyese al mensajero, que siendo amigo no le enganaría, querían que fuese vasallo suyo y no ajeno para que lo fuese más fidedigno, el cual, de parte del gobernador, dijese a Urribarracuxi que él y toda su gente deseaban no hacer agravio a nadie, y, de parte del capitán Baltasar de Gallegos, que era el que iba a su tierra, le avisase cómo llevaba orden y expreso mandato del general que, aunque Urribarracuxi no quisiese paz y amistad con él y sus soldados, ellos la mantuviesen con el cacique, no por su respeto, que no le conocían ni les había merecido cosa alguna, sino por amor de Mucozo, a quien los españoles y su capitán general deseaban dar contento y por él a todos sus deudos, amigos y comarcanos, como lo habían hecho con Hirrihigua, el cual, aunque había estado y estaba muy rebelde, no había recibido ni recibiría daño alguno.
Mocozo, con mucho agradecimiento, respondió que al gobernador, como a hijo del Sol y de la Luna, y a todos sus capitanes y soldados, por el semejante, besaba las manos muchas veces, por la merced y favor que con aquellas palabras le hacían, que de nuevo le obligaban a morir por ellos; que, ahora que sabía para qué querían la guía, holgaba mucho darla y, para que fuese fidedigno a ambas partes, mandaba que fuese un indio noble que en la vida pasada de Juan Ortiz había sido gran amigo suyo. Con el cual salieron los españoles del pueblo de Mucozo muy alegres y contentos y aun admirados de ver que en un bárbaro hubiese en todas ocasiones tan buenos respetos.
En cuatro días fueron del pueblo de Mucozo al de su cuñado Urribarracuxi. Habría del un pueblo al otro diez y seis o diez y siete leguas. Halláronlo desamparado, que el cacique y todos sus vasallos se habían ido al monte, no embargante que el indio amigo de Juan Ortiz les llevó el recaudo más acariciado que se les pudo enviar, y, aunque después de llegados los españoles al pueblo volvió otras dos veces con el mismo recaudo, nunca el curaca quiso salir de paz, ni hizo guerra a los castellanos, ni les dio mala respuesta. Excusose con palabras comedidas y razones que, aunque frívolas y vanas, le valieron.
Este nombre curaca, en lengua general de los indios del Perú, significa lo mismo que cacique en lenguaje de la isla Española y sus circunvecinas, que es señor de vasallos. Y pues yo soy indio del Perú y no de S. Domingo ni sus comarcanas se me permita que yo introduzca algunos vocablos de mi lenguaje en esta mi obra, porque se vea que soy natural de aquella tierra y no de otra.
Por todas las veinte y cinco leguas que Baltasar de Gallegos y sus compañeros desde el pueblo de Hirrihigua hasta el de Urribarracuxi anduvieron, hallaron muchos árboles de los de España, que fueron parrizas, como atrás dijimos, nogales, encinas, morales, ciruelos, pinos y robles, y los campos apacibles y deleitosos, que participaban tanto de tierra de monte como de campiña. Había algunas ciénagas, mas tanto menores cuanto más la tierra adentro y apartado de la costa de la mar.
Con esta relación envió el capitán Baltasar de Gallegos cuatro de a caballo, entre ellos a Gonzalo Silvestre, para que la diesen al gobernador de lo que habían visto y cómo en aquel pueblo y su comarca había comida para sustentar algunos días el ejército. Los cuatro caballeros anduvieron en dos días las veinte y cinco leguas que hemos dicho sin que en el camino se les ofreciese cosa digna de memoria, donde los dejaremos, por contar lo que entretanto sucedió en el real.